Por: Mateo Matías Arango
“… campanadas celestiales que esnifan el bazuco,
el polvo derrochado por el sol
que desamparó este pedacito de ciudad”
No tengo paz con esta ciudad colmada de
neurosis, ni goce; mi dionisiaco placer me lo han robado las chicas de la vida
alegre que pululan bajo los hospedajes residenciales entre séptima y octava.
"El
azar no existe, Dios no juega a los dados"; el mío ha caído bajo la misma
dirección de los dados de un viejo bullicioso que, como Einstein, sabe que Dios
no regala monedas.
Una niña
ya crecida —cumpliendo las promesas de la ciudad moderna— aguarda sin
quisquilleos para quedar presa en una de las esquinas del enviciado tablero.
Reza como le enseñó su tata para que aquel hombre al cual se le ha ido
desvaneciendo la juventud en las cárceles del parque, no se le desvanezca la
suerte; caigan los dados en par (una victoriosa partida para una noche de
ajetreo nocturno) acompañados de campanadas celestiales que esnifan el bazuco,
el polvo derrochado por el sol que desamparó este pedacito de ciudad, de
libertad; de un parque donde los niños juegan a recolectar monedas de peso y
luchan contra los pájaros por las migajas de pan.
La audacia
informal de aquella falda ceñida a unas piernas carcomidas por el animal que
contempló Steinbeck como ciudad, es la
antítesis de que dios y azar no se entrelazan en la perla.